El sol aún calienta la piel. Para evitar sudores veraniegos, hay que resguardarse del calor bajo cualquier sombra. No hay bar abierto donde sorber un refrescante zumo en este popular destino turístico libanés. Por no haber, no hay gente. "En Tiro sólo quedan desplazados y personal médico", explica a este diario Mahmoud Latuf, enfermero. "Quién se ha quedado aquí es porque no se puede ir", reconoce este joven de 26 años vecino de la ciudad. Fuera del edificio que acoge Amel Association, la organización en la que trabaja, y que le acoge a él desde hace cuatro días, no hay nadie. Las tiendas cerradas indican la gravedad del momento casi tanto como el cráter que recibe a los recién llegados a la última gran ciudad del sur del Líbano. Los ataques israelíes aún no han alcanzado su interior, pero sí que han roto la vida de todos los que la habitan o, más bien, habitaban.
"Hace un par de días no te podías mover por estas calles con la de coches que había, pero ahora no queda ni un alma", explica Latuf desde una sala de espera vacía. Las sillas libres aún guardan el calor de haber dado cobijo a decenas de personas. "Nos convertimos en una sala de emergencia más: curamos heridas superficiales cuando los hospitales no daban abasto e, incluso, algunos desplazados se quedaron a dormir aquí", recuerda este joven enfermero de la asociación Amel sobre unos días infinitos. Unos días que son simplemente ayer. Ahora, estas clínicas se han convertido en las habitaciones de los cuatro trabajadores médicos que se han quedado en Tiro. "El resto de los 25 empleados se han ido, pero siguen trabajando como voluntarios en otras regiones del país", reconoce Mona Shaker, la directora del centro de la ciudad sureña.
16 cuerpos bajo los escombros
Tras tres décadas al mando de este lugar, a Shaker estas jornadas arrolladoras le hacen recordar a los 34 días con sus 34 noches de hace 18 años. "Durante la guerra del 2006, la gente no sabía dónde ir", explica a EL PERIÓDICO. "Ahora, cuando alguien se desplaza, ya sabe a qué lugares acudir", celebra esta libanesa de Tiro. Once meses de enfrentamientos constantes entre Israel y Hizbulá en la frontera que comparten, con sus 110.000 desplazados, les ha dado este conocimiento. Pero el temor de que esto –la actual escalada de violencia israelí que ya ha matado a más de 600 libaneses en días– vaya a más es desesperante. "Los suministros médicos de los que disponemos ahora son insuficientes; nos faltan sueros, esterilizados, vendas, cremas para quemaduras o hilos para coser las quemaduras", expresa Shaker con preocupación.
Mientras enumera las ausencias en su farmacia, el recuerdo de la tragedia irrumpe en la habitación con la llegada de tres recientemente desplazados. "Nos fuimos con lo puesto, yo no cogí ni mi DNI", lamenta Mohana Khiami a EL PERIÓDICO. Su chándal negro, símbolo de la huida acelerada, contrasta con un hermoso pañuelo rosa con lentejuelas. Pronto, resurge en su mirada el dolor por abandonar su casa. El edificio derruido, escondiendo entre sus escombros a 16 miembros de su familia. "¡Había muchos niños y niñas!", implora entre lágrimas esta libanesa de la aldea sureña de Jbal el Botom, a ocho kilómetros y medio de la frontera con Israel. Su sobrino recuerda cómo, para lograr escapar, tuvieron que retirar de la carretera los pedazos de su hogar con palas y no volver a mirar atrás. "No tuvimos tiempo ni de sacarlos", dice, con la vista clavada en el suelo.
"Todos somos libaneses"
Lejos de la escuela que los acoge, los Khiami pueden hablar. Pero muchos otros desplazados miran hacia otro lado cuando ven a un periodista pasar. Prefieren no abrir la boca ni salir en fotografías. El miedo se suma a la sospecha. En la iglesia católica de Tiro, 150 personas se sumen en el silencio, mientras se protegen del sol mediterráneo bajo los arcos históricos del edificio. "Aquí están protegidas hoy, mañana no lo sabemos", explica Carole Rizk, la responsable del lugar. Sus pantalones cortos indican a qué Dios reza y no reciben ni una mirada de reproche entre las decenas de mujeres veladas que abandonaron sus hogares con lo puesto. "Todos somos libaneses, no nos queda otra que ayudarnos entre nosotros", dice entre interrupciones constantes. La llegada de nuevos víveres, agua o colchones no se ha detenido en estos cinco días de éxodo.
En el resto de la ciudad, el silencio es impactante. Ya no tiene nada de esa paz de ciudad de veraneo. Suena, más bien, al preludio de la tragedia. De camino a Tiro, el humo que deja un bombardeo en una colina la acerca aún más. Igual que el cráter que da la bienvenida a la entrada de la ciudad sureña. No es la primera vez que las calles se vacían en una de las urbes más antiguas del mundo habitada de forma continua. Tiro, la actual cuarta ciudad del Líbano, ha sufrido guerras modernas y antiguas ya que lleva habitada desde la Edad de Bronce. La historia ha enseñado a los pocos que quedan en sus casas, sus escuelas y sus iglesias que sólo les queda esperar. "Yo no confío ni en Israel ni en Hizbulá, estamos solos en esto", reconoce Mahmud, dispuesto a ayudar el próximo que cruce el umbral de la puerta.
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